¿Qué separa a un esclavo de un faraón?

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¿Los trabajos forzados? No. ¿Que el faraón posee esclavos y los esclavos no poseen faraones? No. ¿Sus mujeres? No. ¿La barba postiza? No, no y no.
Puede que todo lo anterior también ayude a distinguir la vida de un esclavo y la de un faraón, pero nos centraremos en otro aspecto.

Aunque no lo creas, no es necesario saber mucho de egiptología para descubrirlo. Es mucho más sencillo que todo eso: lo que de verdad separa a un esclavo de un faraón son 25 músculos y 0,01 segundos. Ni uno más ni uno menos.

Lo mismo que separa un “esta vida no tiene sentido” de un “¡soy el rey del mundo!” o un “hay días que es mejor no levantarse de la cama” de un “he vuelto a ver el amanecer”.

Si buscamos en Google “esclavo” encontraremos miles de caras serias, de sufrimiento, hombres pobres, sometidos, resignados… tristeza por todas partes. Sin embargo, si buscamos Tutankamón encontramos todo lo contrario: opulencia, buena vida, la sonrisa del faraón

Los 25 músculos que separan estos dos mundos son los mismos que separan dos gestos: una frente arrugada y una sonrisa. 40 músculos necesitamos para lo primero; únicamente 15 para lo segundo.

Y lo mismo sucede con los 0,01 segundos que nuestro cerebro tarda en procesar un momento de felicidad que involuntariamente nos haga pasar de una profunda tristeza a la sonrisa más exultante.

Vale que los esclavos, sometidos a trabajos inhumanos en las gigantescas construcciones faraónicas, seguramente no encontrarían muchas razones para sonreír.  Vale que alguno de ellos puede que haya sonreído alguna vez (no creemos que lo haya hecho durante su jornada laboral) y que no existan documentos gráficos que lo demuestren. Pero, lo que sí es verdad es que, sea cual sea la situación en la que nos encontramos, nunca debemos perder ese único e inigualable gesto.

¿Qué por qué? Ya lo dijo una vez el Premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez: “nunca sabes quién se puede enamorar de tu sonrisa”.